Siempre que me abandonan las musas poco antes de la fecha de entrega de un texto; siempre que el tiempo apremia y me enfrento a eso que llaman el terror de la hoja en blanco, pienso en algo que estoy leyendo; en la cita de una mujer o un hombre con mejor pluma que yo, y se me abre una ventana al mundo de las ideas. La opción fácil, pensaréis muchos. Una opción al menos, pienso yo.

En este caso, que las horas se me echan encima y el pobre Raúl, editor de esta revista, ya me ha mandado un recordatorio vía WhatsApp, se me viene a la cabeza una frase que le leí recientemente a Francisco Umbral en su magnífico pero demoledor libro Mortal y rosa: «De la dicha solo tenemos el recuerdo: nunca hemos tenido la experiencia». Una cita que me dejó tan maravillada que, para espanto de los amantes de los libros impolutos, me vi obligada a subrayar.

Pienso, pues, a raíz de estas palabras, en algunas de las veces que fui feliz, y no puedo sino coincidir con Umbral: la felicidad nunca es algo que está pasando; siempre es un momento del pasado o algo que, creemos, está por venir. Cualquier ejemplo me vale: un reencuentro con alguien querido, un viaje, una cita, una grata sorpresa… Nunca he sido tan feliz en el momento mismo de vivirlos como en las imágenes que, poco después, se me dibujan en la mente, y ya la habitan para siempre en el rinconcito de los recuerdos dichosos.

Me sucede igual con los buenos libros o películas. Nunca caigo en la cuenta de lo mucho que me han impactado hasta que, días o semanas después, siento la necesidad de volver a ellos. Lo mismo con la música: rara vez disfruto plenamente de una canción o un disco la primera vez que los escucho; siempre me hace falta darle varias veces al botón de play para llegar a ello.

Pero no solo en el pasado vive la dicha; también lo hace en el futuro: la felicidad no está tanto en el presente como en la posibilidad de poder repetir aquellos momentos que tenemos archivados como alegres. Son las pequeñas metas del día a día que nos mantienen a flote.

Les pregunté el otro día a dos buenísimos amigos, a los que conocí estando de Erasmus y de los que ya (al menos virtualmente) nunca me separé, cómo hacían ellos para sobrellevar estos tiempos de desesperanza; qué objetivos se marcaban. Cristina me respondió que una de las cosas en las que más pensaba es en la posibilidad de volver a juntarnos, próximamente, en la ciudad que nos unió. Jorge, más pragmático, dijo: «Yo solo le pido a la temporada de melones que salga buena». Coincido con ambos.

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