La especie humana, animal gregario por excelencia, domina este planeta porque aprendió a vivir en comunidades que ofrecen protección al individuo. 

Durante años hemos ido creando comunidades cada vez más grandes, la Aldea Global le llaman. Aldea que no siempre nos protege.

Los paseos al sol, las cañas en las terrazas, los encuentros con amigos y vecinos, nos fueron arrebatados durante 60 días por algo que no somos capaces ni tan siquiera de ver con nuestros propios ojos. Un virus que, igual que las grandes firmas multinacionales, aprovechó las rutas de comercio internacional para doblegarnos, para convertirse en la especie planetaria dominante.

Nos despertamos una buena mañana, y, sujetando el café con la frente apoyada en la ventana de doble vidrio, vimos cómo había desaparecido la vida de nuestros barrios. 

El barrio se había convertido en una mezcla de prisión y pensión dormitorio. 

Fuera, la Comunidad puso en marcha su sistema. Los sanitarios nos protegieron, y los barrios se organizaron para que no faltase comida a nadie. Los negocios locales donaron excedencias y fabricaron medidas de protección. 

Orgullosos, a la hora marcada, inflamábamos la palma de nuestras manos con sonorosos impactos de apoyo. Pero el estruendo de los aplausos es efímero y desaparece mecido por el viento. 

La estrategia de la Comunidad funcionó, y hemos recuperado la calle, tímidamente llenamos el vacío de terrazas y locales.

Es necesario volver a subir las persianas metálicas que dieron al barrio ese color gris monocromático de prisión a través del consumo en el comercio local. Es necesario devolver  a la Comunidad la protección que antes nos dio. 

Es el momento de apoyar a quienes llenan de vida nuestros barrios, a quienes nos permiten crear nuestra propia identidad al rebelarse contra el algoritmo que nos dice qué comer, qué vestir, qué pensar.

Es el momento de evitar que el orgullo se escurra entre los dedos, durante los segundos que separamos las manos para cargar otro aplauso. De  demostrar que el orgullo es algo real, algo tangible. 

Comprar en la tienda de barrio tiene un efecto ansiolítico al evitar que, en no poco tiempo, nos invada el estrés al ver caer un negocio tras otro. Al ver la destrucción de empleo, la pérdida de recaudación seguida de la caída de los servicios públicos de calidad.

Sin lugar a dudas, un coste insignificante en comparación con los escasos euros que te podrás ahorrar al comprar en las grandes plataformas que ofrecen productos a un precio de venta que esconde su coste real. 

Un precio de venta que esconde precariedad laboral en países empobrecidos, abusos empresariales en las cadenas de suministros, toneladas de carbono para hacerte llegar la misma camiseta producida miles de veces, como primer giro de esa rueda que volverá a convertir tu barrio en una prisión gris de persianas bajadas definitivamente.

Óscar Gutiérrez Costas

Óscar Gutiérrez Costas

Nacido en la costa y atrapado por el mar. El salitre de Vigo ha marcado su visión del mundo. Solo lee entre líneas y piensa y repiensa los asuntos en sus visitas al Pizza Club. Nunca rechaza un duelo dialéctico, siempre que sea en buena compañía