Otra hecatombe sacude el 2020. La muerte del Dios del futbol, Diego Armando Maradona. El Pelusa, en su divina providencia, escogió abandonar la vida terrenal el 25 de noviembre, el día internacional de la lucha contra la violencia de género.

La muerte de un hombre pegado a una pelota de cuero, impidió que se informase sobre los miles de actos contra la violencia sobre las mujeres que tuvieron lugar a lo largo del planeta. Mucho más interesante informar sobre una muerte anunciada desde hace años que sobre los inicios de una revolución sociocultural.

Dios ha muerto y la religión del futbol ha vuelto a dominar la sociedad. Sus feligreses reclaman la vuelta al viejo orden jerárquico.

Mientras que en otras modalidades deportivas se vislumbran tímidos avances en la igualdad entre géneros (mujeres dominando el motocross, la natación, el tenis, incluso en los campeonatos de ajedrez) el omnipresente futbol se mantiene inmune a los avances sociales.

El futbol, como institución social, se mantiene como firme emblema del patriarcado, último reducto de una masculinidad mal entendida. Es el único deporte en el que no existen jugadores homosexuales (oficialmente), aunque, solo por estadística, debería ser lo contrario. El prestigio de las hinchadas todavía se mide por el nivel de violencia contra la hinchada rival. Los insultos racistas se corean en cánticos desde las gradas, en un claro ejemplo de integración, sin duda.

El futbol masculino ha de mantenerse intacto, puro, por encima incluso de la salud pública. Este año se obligó a finalizar la liga femenina de manera anticipada para evitar la transmisión del virus. A los hombres se les permitió jugar, dándole la posibilidad de volver a ganar sus sueldos íntegros, la posibilidad de luchar por los ascensos y de mantener el prestigio de cada jugador, aumentando el valor de sus primas. Se les dio la posibilidad, que se materializó en realidad, de provocar cientos de nuevos contagios y moverlos por toda la geografía peninsular.

A Diego le gustaba tanto jugar al futbol como jugar con las drogas. También los escándalos de prostitución, maltrato y relaciones con la Camorra. Sin lugar a dudas, un claro ejemplo a seguir por los miles de niños que juegan en equipos de barrios soñando con triunfar en el mundo del futbol.

Un Dios revestido de vicios y pecados muy humanos. Pecados perdonados, no por su genialidad con el balón –décadas llevaba muerto Diego el futbolista-, sino porque a un hombre capaz de mover masas, generar millones de beneficio,  sentarse a la mesa con Fidel y con los líderes de la Camorra, hombre con dos pelotas, de los de verdad, de los que no lloran, a ese todo se le perdona.

Un hombre de los que ya no quedan –aunque quedan más de los que necesitamos-, y que mantienen la pureza del futbol y del patriarcado.

La vieja sociedad que se niega a desaparecer y que se refugia en el deporte Rey, manteniendo en sus bases la segregación por sexos, primer germen que mantiene vivo el último aliento del patriarcado.

Óscar Gutiérrez Costas

Óscar Gutiérrez Costas

Nacido en la costa y atrapado por el mar. El salitre de Vigo ha marcado su visión del mundo. Solo lee entre líneas y piensa y repiensa los asuntos en sus visitas al Pizza Club. Nunca rechaza un duelo dialéctico, siempre que sea en buena compañía

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