«Tiene una cosa que admiro mucho ―dijo Sara, refiriéndose a una amiga suya―. Cuando no está bien, pide ayuda».

Desconozco si es un síntoma de esta generación, o tal vez de todas las generaciones, no pedir ayuda en caso de necesidad. El caso es que, de las tres personas que íbamos en el coche cuando Sara mencionó a su amiga, las tres convenimos que esa costumbre, la de pedir ayuda, la poníamos poco o nada en práctica.

En mi adolescencia, concretamente entre los 16 y los 19 años, pasé por diferentes trastornos de la conducta alimentaria que me hicieron caer en una depresión, como se suele decir, de caballo. Aquello, sumado a una relación de pareja bastante insana y a las hormonas propias de la edad, me hizo perder dos años escolares. Quizá si entonces hubiese sabido pedir ayuda a mi entorno; si no me hubiese dado tanta vergüenza verbalizar lo infeliz que me resultaba vivir dentro de mi propio cuerpo, habría acabado en manos de un profesional de la salud mental, y aquella época se recordaría hoy como los años en los que Carla tuvo depresión y no como los años en los que a la niña le dio por ser una vaga. Nunca lo sabremos.

Estoy segura de que, mientras me leen, piensan en sus propias experiencias o en las de alguien cercano. En las veces que no pidieron ayuda aun necesitándola, o quizá en la situación que están atravesando ahora mismo. Vaya por delante que no soy una voz autorizada en casi ningún campo, menos aún en el de la salud mental. No obstante, si se me permite la licencia, pidan ayuda. Llamen o escriban a algún amigo, familiar o conocido. A un profesional. A quien sea.

Si por las mañanas les cuesta en exceso levantarse de la cama; si la vida les duele con demasiada frecuencia, no se lo guarden para ustedes. Si algo me han enseñado los 37 años que llevo en el mundo es que pedir auxilio puede salvar vidas.

Lejos de ser felices, los actuales años 20 se parecen cada vez más a una serie de catastróficas desdichas. Qué les voy a contar. Aun así, cada vez que hablamos con alguien y le preguntamos qué tal está, la respuesta es siempre la misma: bien. No importa que sintamos un agujero en el pecho o que la vida nos parezca una suerte de yincana. Da igual que no tengamos trabajo o dinero; que hayamos dejado una relación de largo recorrido y que el mundo nos parezca ahora un lugar un poco peor. Lo mismo da que estemos enfermos, que vivamos con ansiedad o que se nos haya muerto alguien; estamos todos bien.

Estamos todos bien. El caso es que, en realidad, ninguno lo estamos.

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