A veces, cuando mi inestable economía me lo permite, voy a clases de voz. La voz es un instrumento para el que hace falta activar muchas partes del cuerpo, más de las que pensamos. Es un instrumento, nuestro instrumento, que está dentro de nosotros pero que desconocemos plenamente. Para dominar este instrumento hay que conectar el cerebro con el diafragma, subir el paladar y respirar con toda nuestra capacidad.
Es interesante reflexionar sobre lo poco que conocemos un proceso tan natural como es el de hablar y respirar. En la vida cotidiana no pensamos en ello aunque sabemos que está ahí en todo momento. Respirar es vivir. Hablar es humano, es comunicarse. Sin embargo, es algo a lo que sólo damos importancia cuando vamos a clase.
En estas clases de voz y conexión con el propio aparato fonador, mi profe dice que canto con las vísceras. Normalmente, mi cerebro se desconecta, mi diafragma tiene una enorme fuerza para dar gritos y sonidos desordenados, pero no me tomo el tiempo para convertir eso en algo a lo que podamos llamar música. Son más bien viscerales palos de ciego, sin reflexión.
Cuando suelto estos berridos desde el fondo de mi útero, desde lo más profundo de los intestinos, invado agresivamente el espacio de mis congéneres. Pero no me importa, soy libre. Me reafirmo, como mujer libre puedo hacer lo que quiera. Sobretodo, porque soy mujer de un país civilizado. Mujer blanca, europea. Mujer de clase media con estudios superiores. Mujer con vagina. Mujer apelada por los hombres europeos, blancos, civilizados. Hombres que a veces olvidan conectar su cerebro con su diafragma. Mujer a la que esos mismos hombres, y también mujeres, juzgan por haber escogido sus propias opciones estéticas.
«El feminismo en sí no es un único movimiento, sino un enorme paraguas de ideas y filosofías»
Mujer que ha cometido el delito de ser mujer. Responsable de andar por la calle y sentirse insegura. Culpable de que bailando algún hombre le toque el culo. Causante de las miradas obscenas en un autobús. Transmisora de unos valores machistas y, por ello, culpable. Culpable por decir no, culpable por oponerse, culpable por todos los abusos, culpable de cada violación.
Llamadme feminista, como si fuese ofensivo. “Ahora las mujeres se vienen arriba con esto del feminismo” dicen algunos. Ser feminista en este momento es casi obligatorio. Y es que ser feminista no significa querer eliminar al hombre o construir una sociedad en el que la mujer lo domine, de ninguna manera. Aunque a veces…
El feminismo en sí no es un único movimiento, sino un enorme paraguas de ideas y filosofías con distintas vertientes, que difiere en la manera de hacer el camino y a veces incluso en el propio objetivo o valores. Ser feminista implica únicamente ser consciente del tipo de cultura que nos rodea donde las portadoras de coño1 son consideradas inferiores, eternas niñas, juguetes sexuales o máquinas reproductoras.
Siempre ha habido pequeños movimientos de mujeres que se revolvían contra el sistema dominado por el hombre, entre los que me resulta súper interesante hablar de las Brujas. Las Brujas, mujeres sabias y libres, tenían su propio grito, visceral. Las brujas y las gitanas fueron las primeras en responder al sistema masculino, las primeras pensadoras independientes, pro aborto y solteras. La caza de brujas que acabó con alrededor de nueve millones de mujeres en Europa y en Estados Unidos en los siglos XVI y XVII, no perseguía a señoras que cocinaban bebés, si no a mujeres que respondían al incipiente control de la Iglesia sobre los cuerpos y, lo que me parece incluso más importante, los conocimientos de las mujeres. Perseguían a las mujeres que sabían sobre hierbas, que conocían los métodos anticonceptivos y abortivos. A las mujeres que se sentían liberadas sexualmente, a las que no le tenían miedo a pensar y que estaban llenas de conocimientos. Desde el siglo XIX hasta hoy podemos hablar de tres olas del feminismo, un movimiento ya como tal que comienza con las sufragistas. Las reivindicaciones varían según la época, aunque suelen ser siempre mujeres blancas de clase media.
Hoy en día nos encontramos en la tercera ola. Ola feminista más inclusiva. Se cuestiona el modelo de mujer y se abre el debate sobre el género. Este feminismo se une a otros movimientos como el racismo, la homofobia o la transfobia, y entiende que hay muchas y distintas formas de ser y entenderse mujer. El grito incluye a todas las que cuestionemos un sistema mayoritariamente machista y abusivo.
Volviendo a mis vísceras, cuando era adolescente creía que decirse feminista era malo. Me gritaba masculina, llevaba pantalones, fumaba ducados y estaba sindicada. Iba a pegar carteles y a hablar de política rodeada de chicos. No era feminista, vociferaba. Mi diafragma y mi cerebro estaban desconectados. Ahora, con todo lo que mi cuerpo ha experimentado, no puedo dejar de denominarme como tal. Ya no tengo necesidad de huir de lo considerado femenino, porque entiendo que no existe el ser mujer, existe el ser pensante, luchador y reivindicativo. Existe el que se rebela e intenta construir un mundo un poco mejor, más libre y justo. Sin importar donde habite.
Yo habito un cuerpo de mujer, visceral y sangrante. Me revuelvo cada día y siento un calor agresivo ante cada palabra del sistema patriarcal. Podría enumerar todas las situaciones de acoso y violencia que sufrimos las mujeres cada día, pero solo tengo ganas de gritar. Conectaré, por una vez, mi diafragma, mi cerebro y mis vísceras para escupir en el sistema. Os invito a que lo hagáis conmigo.
1 término empleado por Diana J. Torres en su recomendable libro Coño Potens. (ed. Txalaparta)