Una cosa que me parece fascinante de los seres humanos es nuestra capacidad de dulcificar el pasado; de caer en la idea (a mi juicio, errada) de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
Cuando mi sobrina me habla ―con el entusiasmo característico de quien aún no se ha desprendido del todo de la niñez― sobre las cosas que más la fascinan, no puedo evitar, a veces, soltar un suspirito de desaprobación. Como si el interés que ella siente por Tik Tok o por YouTube fuese más cuestionable que los muy cuestionables gustos que yo tenía a su edad.
Cada vez que caigo en esa costumbre; cuando me veo poniendo los ojos en blanco al verla ensayar un nuevo baile, trato de hacer un ejercicio de autocrítica y retrotraerme a la imagen de mi padre regañándome por pasar horas chateando en el ordenador; recordándome cuánto más sana había sido su infancia. Él, que creció jugando en la calle, corriendo tras otros chavales, parece olvidar también que dicha infancia tuvo lugar en plena dictadura, y que siendo todavía un niño tuvo que empezar a trabajar porque la situación así lo requería.
| Cuando recordamos el pasado, este se desdibuja; se vuelve más amable.
Nos deja únicamente un poso de dicha y belleza, ahorrándonos revivir los sinsabores y miserias presentes en cualquier vida. Como dijo García Márquez, que rara vez se equivocaba, «la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y, gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado».
Leí hace poco que una de las peores cosas de nuestra sociedad son las relaciones en los tiempos de las redes sociales y, más concretamente, de Tinder. Según decían, estas herramientas habrían ayudado a favorecer fenómenos como el ghosting. Es decir, el finalizar una relación cortando todo contacto y sin dar explicación alguna.
Vaya por delante que el ghosting me parece el colmo de la irresponsabilidad afectiva, además de una práctica espantosa, pero no es nada nuevo ni propio de estos tiempos. Sin ir más lejos, uno de mis antepasados se fue a Argentina hace décadas «para labrarse un futuro», dejando en Galicia mujer e hijos, y tanto se lo labró, que un día dejó de responder a las cartas de su esposa y jamás regresó al hogar. Si aquello no fue un ghosting de manual, ustedes me dirán.
Volviendo a lo que comentaba al principio, si algo aprendo cada día de mi sobrina Gabriela es que tanto ella como su generación son más abiertos, más tolerantes y, sí, mejores de lo que lo fuimos la mía y yo misma a su edad, del mismo modo que la mía fue probablemente mejor que la de mis padres.
| Qué más da si les da por los bailes de Tik Tok o por querer vestirse como cantantes de trap. Estoy yo para hablar, que tuve Fotolog y varios modelos de ART.
En resumen, y como diría Nieves Concostrina, me quedo con la idea ―más simple pero también más acertada― de que cualquier tiempo pasado fue, sencillamente, anterior. Y de esta burra no me baja nadie.