Desde hace unos años disfruto viendo como los progenitores comienzan a introducir a su descendencia en el mundo de la música y de los festivales veraniegos. Con buen criterio, les protegen sus oídos al someterlos a un ambiente que no está pensado para ellos pero que nada impide que puedan disfrutar en familia, y que la buena música se implante en sus venas.
Con el mismo buen criterio no permiten que se separen de ellos o que se distraigan charlando con extraños, pues la masa que formamos los festivaleros se convierte en un laberinto perfecto para perder al infante tras un despiste momentáneo de sus creadores.
La viña del Señor es amplia y variopintas son las escenas que se producen a la hora de compartir espacios públicos entre reproductores y no reproductores y el catalizador en el que se convierten los infantes que corretean, saltan y gritan al ritmo de una música que solo en esa etapa de la vida se puede oír.
Niñofobia creo que le llaman, a la corriente que reclama espacios públicos sin niños ruidosos.
Desconozco quién y cuándo se acuño el término, así como todas sus variantes. Pero la carga de su mensaje además de interesada resulta exagerada. Algún ser humano padecerá un temor irracional, compulsivo e incontrolable hacia los infantes, que cada uno gestiona sus cosas como quiere, pero no es esta la situación a la que hace alusión el término.
El término refleja la queja de algunos ciudadanos no reproductores que se siente molestos cuando en un espacio común, los menores corretean, saltan gritan o incluso interrumpen conversaciones de extraños, haciendo que su tiempo de divertimento se vea afectado. Situación que en pocas ocasiones ocurre en festivales por cierto. Los reproductores no están dispuestos a perder a su creación en medio de una turba sudorosa de groupies.
Sin embargo, sí permiten que esas situaciones se den en bares y restaurantes, por ejemplo. Difícil que el infante se pierda o se haga daño sin que algún adulto se haga cargo, sean sus progenitores o no. Lo que da lugar a las quejas de los no reproductores y a las réplicas de los reproductores.
El término es atractivo, la propaganda que encierra ha permitido que triunfe y se extienda desvirtuando la situación, y haciendo que los no reproductores aparezcan como el moderno Herodes irracional que no quiere compartir la crianza y educación de unos infantes que no son suyos.
Pero lo cierto es que comparten más la crianza y educación de esos infantes de lo que parece a través de los impuestos que gravan sus rentas, y del ostracismo laboral.
A nadie se le escapa que una parte de la renta anual de los reproductores está libre de impuestos, y que las reducciones de jornada para el cuidado de los hijos, en la práctica real, supone una mayor carga de trabajo para los que no la disfrutan. Las empresas no están obligadas a contratar a otro fichaje para suplir al reproductor que ejercita su derecho al cuidado de los descendientes. Tampoco a nadie se le escapa que los no reproductores son los últimos a la hora de escoger el turno de vacaciones y los que cubren los turnos de trabajo vespertinos y de fines de semana. Total tú no tienes hijos dicen, como si la vida se redujese a trabajar y cuidar a la progenie.
El dedo del tonto no dejó ver la Luna a los no reproductores y la queja no debieron dirigirla hacia los infantes, sino hacia los dueños de los bares y restaurantes quienes debieron llenar sus locales con hordas sudorosas de groupies, que funcionan como la Kriptonita que consigue que los reproductores se hagan cargo de sus frutos, se llamen o no Jesús, en los espacios sociales comunes, y así aquellos podrán disfrutar de su tiempo de ocio como en festivales veraniegos.
Convivir en sociedad no es fácil. La libertad de uno termina donde empieza la del otro, pero, como se dice en mí casa, ayuda que “cada un vaia con cadanseu”.