A principios de mes —cuando el apocalipsis estaba más allá de los Pirineos y aún pensábamos que no nos iba a tocar, ¿os acordáis?— leí en El País que se habían disparado las ventas de La Peste, de Albert Camus, en Francia y en Italia.[1] Lo primero que pensé fue en cuántas personas lo tendrían desde hace eones criando moho en su librería o en una caja de cartón en su trastero sin saberlo y, ante la necesidad de estar al tanto de lo escrito entre sus páginas ahora que un virus quiere matar a toda nuestra especie, habrían revuelto toda la casa para encontrarlo o huido espantadas y en masa a la librería más cercana para hacerse con el último ejemplar y salir de dudas. Luego pensé en cuántos franceses sabrían que Camus nació en Argelia, aunque todo el mundo lo llame «escritor francés», y en cuántos italianos estarían al tanto de que tiene un Nobel, aunque eso se habrán encargado de aclararlo en una pegatina bien gorda sobre la cubierta, cosas del marketing. Pensé también en algunas cosas que me hicieron gracia, como que esta nada fácil novela sea la primera lectura de algunos, y en otras que me pusieron un poco más triste, como que esta nada fácil novela vaya a ser la primera y última de muchos otros. Claro que nada de esto tiene demasiada importancia porque sin las respuestas a todas estas preguntas también se puede leer a Camus.
El tema es que, entre pensamiento y pensamiento, me despisté un ratito y, cuando volví a anclarme al suelo, la humanidad tal como la conocía había cambiado y luego llegó todo lo demás: los libros gratis (¡ay, la eterna erótica de lo gratis!) en miles de plataformas digitales, los cientos de encuentros cibernéticos, presentaciones de libros en tu ordenador, recitales de poesía en tu móvil, experiencias casi táctiles en tu tablet, lindezas, vida y milagros de escritores de alrededor de todo el globo terráqueo que te dan las buenas tardes en pijama y se ofrecen a resolver todas tus curiosidades y dudas. Los directos en Instagram en las cuentas de más de la mitad de las editoriales del país, los escritores emergentes, los nuevos proyectos de escritura (aquí me declaro culpable, no todo van a ser lanzas a espalda ajena). De repente y como una hostia a mano abierta totalmente inesperada llegó la sobredosis, el festín pantagruélico de literatura de todos los sabores, la necesidad de hacer algo grande y de no perder el tiempo acojonado en el sofá por si tu abuela pilla el bicho. Llegó el ruido. La literatura hizo su aparición en escena como una artista invitada a un late night show. Esta nueva (vieja) droga se metió sin avisar en nuestros hogares y se quedó para convivir con nosotros durante un tiempo todavía por acotar. Y bueno… así visto podría está muy bien, aunque tanta intensidad da un poco de susto.
Todavía sin una interpretación y en un afán de aclararme ante tanta lectura fortuita, me entregué al ejercicio de realizar una lista mental de cuántos de mis contactos dijeron, dicen (e incluso dirán) que se han leído un libro… y sumé más de cien. Nunca había visto a aquel chico de mi clase que lo petaba en matemáticas y con el que compartí pupitre más de quince años devorar un libro por gusto, ¡y ahora va por el segundo! Me pregunto si la cultura interesa solo cuando es gratis, si la soledad aliñada con un punto de intelectualidad es menos fea, si ha vuelto el manido «reading is sexy» y yo me he perdido un capítulo o si, simplemente, cuando te pasas todo Netflix, todo HBO, todo Filmin y no te gusta la peli que ponen esa tarde en Cine de Barrio echarse un libro a la mano es la mejor opción para callar a tu cabeza.
Me pregunto incluso qué pasará cuando esta extraña película de cine mudo acabe. Me lo pregunto porque esta noticia de que somos una nueva sociedad de lectores me vendría mejor dada si no viese una fecha de caducidad tan cerca. Pero la veo, viene hacia aquí. ¿Es la literatura la última trinchera del confinamiento? Ese rincón exquisito en el que solo nos cobijaremos si los demás productos de primera necesidad se han terminado, si esta brutal oferta de cultura gratuita —¿por qué en el sistema capitalista siempre tiene que ser la cultura la primera en quitarse el precio?— ya no da más de sí, como una goma elástica que estiramos hasta que cede y que luego lamentamos haber estropeado porque nos hubiera servido para agarrarnos el pelo en una sesión de body combat de salón (también las hay en Instagram, en serio). ¿Son los libros la última oportunidad para librarnos del aburrimiento y tolerarnos en cuarentena? Me gustaría creer que no, pero creo más bien lo contrario.
Preguntas y más preguntas. Por último, también me pregunto si en estos días en los que el hogar se nos hace pequeño metemos las narices en los libros porque nos gusta leer y lo habíamos olvidado o por ese miedo atroz a quedarnos solos con nosotros mismos. La respuesta me aterra.
[1] Este es el artículo, por si interesa y por mi obsesión por las citas: https://elpais.com/cultura/2020-03-04/el-brote-de-coronavirus-dispara-las-ventas-de-la-peste-de-albert-camus.html