Aunque nacida en Vigo, mi corazoncito pertenece a un hermoso pueblo de la costa asturiana. Entre el mar y la montaña, al borde de un acantilado, se encuentra este pequeño paraíso al que suelo ir para escapar del ruido de los coches y la jungla de asfalto.
Hace veinte años en el pueblo había vacas pastando en prados verdes, cabritinas a su aire y gente que se conocía por el nombre, o mejor dicho, por la casa en la que vivían. Como casi todos los pueblos de España, el turismo se ha ido comiendo gran parte de su esencia, sin embargo, hay cosas que el “desarrollo” todavía no ha conseguido destruir.
El dieciséis de agosto, día de San Roque, es en Asturias y en muchas otras partes del territorio nacional, el día del Santo patrón. En el mío no podía ser menos. Para honrar a San Roque, se organizan las fiestas. Con el paso del tiempo, el número de días ha variado, y actualmente las fiestas se organizan en tres días más dos: las previas.
El sábado once fue el tradicional concierto de habaneras a cargo del Coro. Todo salió bien. El martes catorce hubo una parrillada a cargo de la Peña Amigos del pueblo. No llovió, la plaza (en nuestro caso “pista”) del pueblo se llenó de sillas y olor a carne. Las familias y grupos de amigos se sentaban juntos para llenar las barrigas. Por la noche, hubo fiesta en el pub hasta la hora que cada uno buenamente quiso aguantar. Todo salió bien.
El día quince empezó la enjundia de verdad: “La Víspera”. El verdadero día de comienzo de las fiestas. Por la mañana hubo una descarga de voladores con la consiguiente inquietud de los perros que, atemorizados, intentaban ocultarse debajo de alguna cosa, y el quejido de los forasteros a los que no suelen gustar las “burdas” fiestas de los pueblos. ¿Qué necesidad tienen de este ruido? se preguntan. La respuesta es fácil: necesidad ninguna, es la tradición, y con eso basta. Por la noche, la esperada verbena, amenizada por un Dj con escenario. Tres chicas medio desnudas nos enseñaban el culo para incitarnos al baile. A algunas las incitaban a beber para no ver. Por la noche, llovió. El mal tiempo amenazaba con, otro año y más y como marca la tradición, aguarnos la fiesta. No fue gran cosa, unes gotes. Además, era la Víspera, había poca gente y al día siguiente había que ir al vermut… quiero decir, a la misa y procesión en honor de San Roque.
Llegó la mañana de San Roque. Nos pusimos guapos. Para la ocasión me pinté los labios. Fuimos a la pista, a la puerta de la iglesia. Las personas de bien entraron en la iglesia. Yo, mientras tanto, di un paseo para ver el mar desde mi acantilado preferido. Sobre la una, volví a la puerta de la iglesia para ver salir al santo. La misa se alargaba. Decidí sentarme en el banco de la entrada al lado de un señor que me dió la paz. Le respondí con una sonrisa. La misa seguía sin acabar. Yo me empezaba a sentir incómoda, allí sentada. Ninguno de los muchos que nos apostábamos fuera- unas por no querer entrar y otros por no caber- podíamos ver qué sucedía. Algo raro pasaba. El Santo no salía. Alguien apuntó que “nel prau de la procesión nun taba la mesa”.
He de hacer una pausa en mi relato para una pequeña aclaración: en San Roque, en mi pueblo, hay dos días de procesión, el día grande, San Roque, en el que se saca al santo de paseo hasta un prao donde se coloca una alfombra y una mesa y el cura hace una ceremonia y, al día siguiente, San Roquín, donde hay una simple procesión carretera abajo.
En esa situación de desinformación nos encontrábamos cuando, de repente, hay un revuelo. Empiezan a oírse gritos dentro del templo. Una fuerte discusión. Alguien me comenta que “El cura nun quier dejar salir al Santo”. “Calla, oh, ¿Quién ye’l cura pa decir eso?” “Que ta’l prau mollao”. La tensión del ambiente se podía cortar. La gente empezó a salir en masa rabiando. Se oían comentarios poco amigables hacia el cura. Pero ¿este qué se cree? ¿Cómo que no sale el Santo? Pero si hoy es San Roque. Pero si ahora no llueve. Pero este señor… ta llocu!… Yo pensaba pa mí “la que se va a liar” El pobre del cura no sabe lo que hace, que es San Roque y al santo hay que sacarlo. La tradición es la tradición y les fiestes son sagraes.
Efectivamente. Que se iba a liar ya lo sabíamos todos cuando vimos que “nel prau de la procesión nun taba la mesa…” “¡ni la alfombra, fía!”
De repente entraron los guajes, los jóvenes de la comisión de fiestes, y los no tan jóvenes, que ayudaban a la escueta comisión de fiestes. Discutieron con el cura mientras unos huían escandalizados por cuestionar al comisario de Dios (el cura), otros apoyaban a los jóvenes del pueblo y otras observaban tomando nota de todo lo que pasaba. Fulanito y Menganito reñían con Fulanita. No estoy segura de si buscaban culpables o era su manera de manifestar su enfado. Menganita se fue llorando a su casa, luego descubrí que la acusaban de no haber informado al resto de las palabras del cura. Mientras, un niño que había sido galardonado por su gran ayuda en otras cuestiones culturales, horrorizado ante las riñas adultas, se escabulló corriendo por la puerta lateral del templo. Su madre corría detrás llamándolo. La gente que esperaba en la pista no entendía nada. Nadie sabía a ciencia cierta qué sucedía, pero algo sucedía.
De pronto, sin saber muy bien cómo, apareció San Roque. El santo no podía dejar pasar aquel día sin su paseo anual. Los cuatro o cinco jóvenes que se habían enfrentado al señor cura, llevaban a San Roque, acompañados por los niños recién comulgados, que sin comerlo ni beberlo, se habían visto en medio de la refriega, con sus trajes inmaculados y sus caras inocentes.
Si alguien de fuera observase en aquel momento la salida de la procesión, le parecería todo normal, sin embargo… La comitiva era escasa y bien extraña. Se notaba por su ausencia a las señoras de toda la vida, las de la primera fila. El Santo no iba, como de costumbre, acompañado por todo el pueblo llano (menos los impíos que se guarecía en el bar hasta el fin de la tormenta). Era la procesión de la discordia. Aunque según una observadora, habían hecho justicia. Porque, hermanos, la tradición ye la tradición y no hay que confundir churras con merinas. Decía la gente que un cura de fuera no puede venir a poner sus normas sin consultar al pueblo. Eso sí, como todo el mundo sabe “pueblo pequeño, infierno grande… y si el pueblo es más grande, mayor el infierno” así que el resultado fue un enfrentamiento tácito entre los parroquianos.
Pero que quede claro que ni Dios ni la Lluvia pueden aguar un San Roque. Para demostrarlo allá nos fuimos los parroquianos y veraneantes, los píos y los menos píos a bailar bajo la lluvia. Y en una larga verbena pasada por agua fuimos todos a celebrar que, un año más, San Roque salía a desearnos un feliz fin del verano…
(ye que después de fiestes, agostu s’acaba)