¿Es el lunes el peor día de la semana? Hace unos meses, durante el almuerzo, un compañero de trabajo me dijo que no, que, para él, el peor día era el miércoles. «Acumulas cansancio de varios días de trabajo, pero el fin de semana queda aún muy lejos», arguyó, entre los rotundos noes de varios enemigos del lunes allí presentes. Muy digna, me atreví a rebatirlos a todos: «El peor día de la semana no es ninguno de esos; el peor es el domingo, porque es un lunes sin todavía serlo».

Cada domingo, al levantarnos, nos echamos a la espalda la mochila del día siguiente. Nada queda ya del ánimo festivo del viernes ni de la atmósfera reposada del sábado. Durante las 24 horas que dura, nos acompañan la melancolía dominical y el rumor incesante de todo lo que se avecina: la reunión de primera hora, el tráfico, las colas del supermercado, la junta de vecinos, el montón de papeles que nos espera sobre el escritorio, el correo incendiario que aún no hemos respondido. No es lunes todavía, pero sí su antesala; la precuela de una tragedia en ciernes.

Nos pasamos la vida esperando. Durante la semana, la llegada del viernes. Durante el invierno, la del verano. Conocí incluso a una maravillosa mujer que, a sus noventa y tantos años, se pasaba la vida que le quedaba aguardando la muerte, y que finalmente la encontró, hace tan solo unos días, en una cama de hospital.

En el otoño de 2017, varias peluquerías montaron puestos en grandes superficies para cortar melenas de manera gratuita y hacer, con ellas, pelucas para enfermas de cáncer sin recursos. Allí fui yo, movida por no sé qué impulso, y salí deseando que llegase el otoño siguiente para recuperar mi ya añorada cabellera. Hoy, al ver cómo me cae sobre los hombros, me pregunto si debería volver a cortármela. Y así siempre.

Charlando con una buena amiga, hace ya unos años, le dije que yo nunca había sido verdaderamente capaz de disfrutar del momento presente. «Fíjate si es así que, cuando estoy comiendo, lo hago pensando en el postre», le dije. «Eso no es nada», añadió ella. «Yo como pensando en la cena».

Al igual que el cristiano que vive la vida terrenal anhelando la eterna, nos pasamos los días haciendo planes para septiembre. Viajamos pensando en nuestro próximo destino. Leemos un libro o vemos una serie preguntándonos qué será de nosotros cuando se termine; cuál será el siguiente.

Es posible, no obstante, que el problema que les narro no sea un problema en absoluto. Quizá no es que no sepamos disfrutar del presente, sino que el verdadero gozo, la auténtica felicidad, reside en la ensoñación de la etapa venidera. En la esperanza que alberga siempre cualquier tiempo futuro.

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